Apología del Pontificado

HOMENAJE A S. S. LEÜM XIII

CON OCASIÓN

IDE SU* ¿rUBILElO i=03n:xificio

POR

SI Emo. y Rnio, 2r. Arsobi§po ds Montevideo

SUMARIO. 1 Introducción. ', "deflexiones generales sobre el Pontificado. 3 Institución y supremacía del Papado. 4 Lis Papas constituyen la mayor grandeza de la historia. 5 Los l'apas como Jefes do la Iglesia. 6 Los Papas como Príncipes temporales.— 7 El Poder temporal de los Papas. 8 Los Papas como personas particulares. 9 Los Papas y los pueblos. 10 El pontificado y el jubileo de León XIII.— Apéndices.

MONTEVIDEO

TIPOGRAFÍA URUGUAYA DE MARCOS MARTÍNEZ

Calle Buenos Aires 155, Esquina Misiones

1902

Apología del Pontificado

HOMENAJE A S. S. LEÜM XIII

CON OCASIÓN IDE SU ¿rXJBILElO P^OlsUTIFIOIO

POR

El too. y ko. Sr. Árscbispo is ¡áonlendeo

SUMARIO. 1 Introilucción. VA,eflexiones generales sobre el Pontificado. 3 Institución y suijremacia del Pcipado. 4 Los Papas constituyen la mayor grandeza de la historia.-— 5 Los l'apas como Jefes de la Iglesia, 6 Los Papas como Príncipes temporales.— 7 El Poder temporal de los Papas. 8 Los Papas como personas particulares. 9 Los Papas y los pucUos. 10 El pontificado y el jubileo de Leóu XIII.— Apéndices.

MONTEVIDEO

TIPOGRAFÍA URUGUAYA DE MARCOS MARTÍNEZ

Calle Buknos Aires 155, Esquina Misiones

1902

LEÓN XIII

aí)ología áú PouMeado

INTRODUCCIÓN

« El Papado es imperecedero » . Ma- cáulay, historiador protestante.

Sí; el Papado es imperecedero! Fué grande y respetado antes que estuviesen fornriadas las nacionalidades modernas, y lo será aún cuando estas desaparezcan en la evolución de los tiem- pos,

Y ¿qué responderemos á los que profetizan su próxima ruina*?

«No vemos aparecer signo alguno, dice el ci- tado historiador, que anuncie que se acerca el fin de su larga dominación. Ha visto nacerá todos los gobiernos y á todas las comuniones eclesiásticas, y no nos atreveríamos á afirmar que no esté destinado á verlas morir. »

Ahora bien, este Papado imperecedero ¿qué papel ha desempeñado y desempeña en el mun- do actual y desempeñará en el porvenir? Para responder á esta pregunta de introducción, que- remos, á título de imparcialidad, servirnos de la autoridad de otro ilustre publicista M. de Vo- güé, libre pensador y miembro de la Academia

- 4

francesa. Las palabras que vamos á trasladar están tomadas del epílogo de la obra titulada Los Papas y la cimUzación, que son muy no- tables, y nos van á servir de programa.

«Los acontecimientos de actualidad que to- dos presencian, dice, han atraido sobre el Vati- cano las miradas de nuestros contemporáneos. Jamás habían cesado los fieles de dirigir su pensamiento hacia ese polo de la catolicidad; pero hasta hace poco, este atraía débilmente la atención de los indiferentes, de los extraños y de los adversarios de la Iglesia. Fascinados por el desarrollo prodigioso y aparente preponde- rancia de las fuerzas materiales, y distraídos por las violentas conmociones del siglo, creían mu- chos debilitado, cuando no extinguido, el influjo de una fuerza puramente moral... que en las balanzas temporales solo acusaba el peso de un alma imponderable.

^pesar de todo, y cuando el Pontífice; en quien esta alma se encarna hoy día, parecía completamente destituido de acción por la lógi- ca humana de las cosas, la atención universal se ha vuelto hacia ese noble Anciano, y se ha vuelto con un crédito de espectación, llena de solicitud y ansiedad, de esperanzas y temores, que apenas excitan en igual grado los más grandes soberanos.

En los países separados del catolicismo, en los centros refractai'ios á toda fe religiosa, la opinión, reina de nuestro tiempo, acecha el pen- samiento del Papa con un cuidado igual al de los adeptos, que esperan de él una dirección espiritual.

Poder de opinión, el Papa disfruta de la pre- ponderancia adquirida por los poderes de este orden. Es el jefe de la asociación más podero-

5 ~

sa y disciplinada que existe, en un tiempo en que la fuerza del principio de asociación está centuplicada por el aislamiento individual de todo aquello que pudiera hacerle oposición.

Se nos permitirá reproducir aquí, continúa, lo que decíamos á este respecto hace algunos años, pues la observación ha robustecido nuestra convicción. Todas las transformaciones de nuestro tiempo conspiran en favor de la Iglesia. A consecuencia del doble movimiento democrá- tico y cosmopolita, se efectúa un notable desa- lojo de poder público; mientras los poderes de opinión, los poderes internacionales, como son la prensa, los grandes bancos europeos y las vastas confederaciones de obreros se engran- decen á espensas de los poderes oficiales y li- mitados á un lugar.

Por otra parte, el efecto inevitable de la demo- cracia es envilecer los cargos oficiales y elevar en proporción los cargos morales é intelectua- les, que la opinión sola ha conferido. Pues bien; el Papa desempeña el primero de estos cargos. El representa la opinión, y mas que la opinión, la fe de muchos millones de hombres. Y si se toma como punto de comparación el último siglo, la fe católica es hoy la más viva, la más activa, tanto en el clero como en los centros oi-todoxos. Si se ti-aslada este punto de comparación fijándolo veinte ó treinta años antes de nosotros, la hora presente acusa toda- vía un aumento, sina en la caniidad, al menos en la actividad de los católicos declarados y efectivos.

Fuera de estos^ en las clases influyentes, en la juventud estudiosa y particularmente en el mundo dedicado á los trabajos del pensamiento, hay un gran número de espíritus separados,

6 -

indiferentes por hábito ó excépticos por razona- miento, entre los que se nota el hecho de una atracción creciente ejercida por el Papado, por más que sean intehgencias que oficialmente no le pertenecen aún, pero cuya aproximación á ese centro de atracción es inevitable, pues so- bre los escombros de todos los sistemas, solo un cuerpo de doctrinas permanece en pié, cual es el depósito confiado al guardián del Vaticano. El ofrece solución á todas las necesidades pú- blicas y privadas y se pierde en las profundida- des de la historia, probando su eficacia entre las más diversas situaciones de la sociedad al través de los tiempos. »

Y después de magistrales consideraciones con que desarrolla las causas de esa atracción intelectual en los tiempos modernos, propone estas tres cuestiones capitales, como él las llama.

« ¿Ha ejercido el Papado gran influencia en el desarrollo de nuestra civilización? ¿Ha sido bue- na y útil esta influencia? Indudablemente que sí. A pesar de las flaquezas y defectos á que toda carne está sugeta, á pesar del impulso de ambi- ciones temporales, á pesar de los excesos inse- parables de todo gran poder, el Papado ha sido una potencia impulsora de las ideas justas y generosas, y es preciso atribuirle una gran par- te de la superioridad moral que distingue á nuestra civilización de la civilización antigua.

¿Continúa el Papado esa misión al presente, y con qué resultado? A despecho de las ruidosas hostilidades y de la indiferencia real ó aparente en algunos Estados, la misión del Papado no se ha aminorado.

La disminución de su posición temporal no ha afectado á su influencia, antes por el contra-

- 7

rio, parece que ha sacado de este accidente un aumento de fuerza moral. Esta influencia pier- de el carácter que los últimos siglos le habían dado y vuelve á revestir el de los períodos ante- riores. El Papado vuelve á comenzar su tarea en los países nuevos sobre terrenos favorables con una energía y un éxito que nos recuerdan sus épocas memorables, y no menos nos las recuerda su participación activa en las gran- des corrientes de ideas y el puesto que ocupa en la preocupación de los poderes seculares y de la opinión popular.

¿Se presenta favorable el porvenir para la continuación de esa misión? Las lineas prece- dentes responden á esta pregunta, demostrando que las corrientes, que arrastran á nuestro mun- do, marchan en el sentido de la verdadera voca- ción de los Papas^ y que estas corrientes vuelven á crear las condiciones históricas en que el sobe- rano Pontificado ha obtenido sus mas brillan- tes victorias. La novedad sorprendente sería que el Papa faltase á las circunstancias ó que estas faltasen al Papa.

Pero, al observar las magníficas perspectivas abiertas á la acción del Papado por las circuns- tancias del presente, temen algunos, acaso de buena fe, que una realización completa de esas promesas, determine un retroceso hacia la teo- cracia, incompatible con las legítimas exigen- cias del espíritu moderno; pero esto es negar á la Iglesia su natural prudencia. Ella sabe que, si la infancia de nuestra raza en la edad media necesitó su vigilancia continua sobre todos los detalles de la vida y su protección contra las brutalidades de los poderes feudales, protección que no podía ejercerse sino por medio de un dominio efectivo sobre los protegidos, nada

8

semejante es necesario, ni aún posible, en las condiciones actuales de nuestra existencia.

Nuestras naciones envejecidas, nuestras inte- ligencias formadas y emancipadas, exijen aún del Papado auxilios y direcciones generales; pero dueñas en adelante de sus acciones, en su mano está el aceptar esos auxilios y direc- ciones. Ellas no necesitan ya de la interven- ción minuciosa, constante y sancionada con penalidades, que fué, propiamente hablando, el régimen teocrático (1) y que puede ejercerse útilmente en el período de formación social.

Pero ¿es acaso necesario, ó mejor, no es una simpleza detenerse á refutar objeciones que el simple buen sentido rechaza por instinto? Jamás se habrá visto que una madre guarde para con sus hijos adultos los cuidados de la infancia. »>

Y en verdad, esa es la conducta d3 la Iglesia para con los pueblos que ella meció en su cu- na, hasta constituirlos en naciones civilizadas.

Pero, tampoco podrá desconocerse que son sumamente notables la elevación y profundidad con que habla el ilustre publicista del libre-pen- samiento acerca del Pontiíicado en su misión grande y sublime á través de los siglos, así co- mo de su estado presente y de su porvenir. Un católico podría suscribir sin grandes restric- ciones este juicio, digno de todo espíritu im- parcial é ilustrado, superior á los prejuicios vulgares y retrógrados del jacobinismo anti- clerical.

El constituye lo que podríamos llamar un sig- no de los tiempos, que señala la gradual des- aparición de las preocupaciones antireligiosas

1 Esto es alero exa;;orado, pues la teocracia ó régimen teocrático consiste en la absorción del poder civil por el religioso, lo que Jiuncu ha pretendido el Pontificado.

-iz- ante una crítica independiente y amiga de la verdad en el terreno neutral y libre de la histo- ria y de la ciencia. En este terreno el catolicis- mo no teme á sus adversarios y el triunfo del Pontificado será decisivo.

Ahora bien, aceptando las solemnes decla- raciones de M. de Vogüé en favor del Papa- do, como un programa, nos proponemos publi- car un opúsculo que contenga en resumen la Apología del Papado en general y del pontifi- cado de León XIII en particular.

Si alguna ocasión es propicia para ilustrar á los fieles acerca de esta institución esencial del cristianismo y la más grande de la historia, has- ta constituir la obra política más maravillosa que haya existido, al decir de Macaulay, cree- mos que ninguna ocasión lo es más que la pré- nsente del Jubileo pontificio de León XÍIL

Y tanto más, cuanto que es evidente que las sectas protestantes, en su mísera impotencia de organización religioso-moral, han tratado de arrojar lodo á la faz de esa institución colosal, que'agovia y avergüenza su apostasía con un esplendor incomparable de majestad y de glo- ría; pues ella constituye el centro del mundo moi-al y el trono de la soberanía religiosa en el mundo.

Hay, por tanto, que recordar á los fieles lo que representa, y la sublime y benéfica misión que ha desempeñado y desempeña con gloria y /'grandeza tales, que de ella puede enorgulle- cerse la historia, como declara un eminente historiador protestante.

Ante el entusiasta movimiento del mundo ca- tólico para celebrar con las mas espléndidas demostraciones de amor y veneración el Jubi- leo del grande y sabio León XIII, hemos visto

10 -

con pastoral satisfacción que nuestra República ha dado solemne testimonio de filial amor y adhesión al Padre común de todos los creyen- tes, no solo por su excelsa dignidad de soberano del mundo moral y religioso, sino también en prenda de gratitud y admiración por el genio y sabiduría. con que ha regido los destinos de la Iglesia uni\ersal, y por la magnificencia y gloria con que ha sabido distinguir su reinado entre la serie de los mas grandes Pontífices.

Así^ pues, sin perjuicio de hablar al final de este tratado de la grandeza excepcional del pontificado del Papa reinante, queremos apro- vechar esta ocasión para hablar del Papa- do, y justificar las simpatías y el amor de los fieles hacia esta institución divina, así como la admiración de los grandes genios, aún del campo heterodoxo, por el mismo Pontificado, al que ya no es dado despreciar sin incui'rir en la nota de retrógado volteriano y sectario intran- sigente.

- 11 -

Reflexiones generales sobre el Pontificado (i)

Existe una institución, coloso de diecinueve siglos, gloria de la humanidad y creación inme- diata del Salvador del mundo: esta institución es el Pontificado. Y la historia del Pontificado es la historia del mundo desde la Ascensión de Jesucristo á los cielos; porque desde este momento se mezcla con todos los aconteci- mientos que transformaron á los pueblos y á las naciones. Para desarrollar, pues, tan mag- nífico asunto, sería necesario un libro, y este libro tocaría todas las cuestiones que más interesan á la humanidad,' porque es la historia de la civilización. ¡Tan maravillosa es su in- fluencia y tan sublime la grandeza de su misión divina en el mundo I

Ahora no haremos más que bosquejar algu- nos rasgos esenciales de tan vasta é interesan- te institución, que es la gloria más pura de la humanidad y la obra más espléndida de la Pro- videncia, como bastaría á demostrarlo el odio que le profesa la incredulidad, con todos los enemigos del orden social mancomunados.

Desde luego, el dogma y la tradición primitiva colocan á San Pedro á la cabeza de la gloriosa lista de los soberanos Pontífices con que se co- rona la historia de la Iglesia: «Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. . . y yo te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que atares en la tierra, será también atado en los cielos. . . Yo he rogado por para que no desfallezca tu fe. .. y confirmarás á tus her-

1 Para estas reflexiones nos hemos servido de la pastoral pnblicada con ocasión del jubileo' episcopal do León Xllí.

>- 12

manos. . . Apacienta nais ovejas, apacienta mis corderos». Esto dijo Jesús á Simón Pedro, (S. Mateo XVÍ, XVJI, etc.); y así quedó fundado el Pontificado, imperecedero como la Iglesia.

San Pedro fué, pues, el jefe del colegio apos- tólico, y los Papa|í, sus sucesores, se han tras- mitido ele siglo en siglo este primado, que no desapai-ecerá jamás y. que ningún poder huma- no ha podido conmover. La historia, dominan- do todas las controversias de los pai'tidos, muestra al Pontificado desempeñando su pues- to de preeminencia y soberanía, conduciendo la iglesia al través de luchas y de prodigios por medio de una autoridad dirigente, fueía de la cual las sectas solo han llegado á la anarquía; como sucede con el Protestantismo, dividido hasta lo infinito en confesiones arbitrarias, y que es lo que hubiei-a sucedido á la iglesia, si Jesucristo no le hubiese dado en Pedro un Jefe permanente. (1)

No 6S este el momento de compulsar los mo- numentos que atestiguan la naturaleza y justifi- can el ejercicio de esta autoridad. La historia la muestra presente por doquiera, y las coalradic- ciones heréticas no han hecho más que confir- marla.

(l) La disolnción natural en todas las sectas realiza tamlñón en el pro- testantisuio: a^, el ministro calvinista Gasparin ha escrito una obra titulada La agonía del prote.stantiíimo, j son do su opinión el ministro episcopal £\ver, el pastor luterano I)r. Brückner, con los calvinistas ilustres Dbumartíne, Monnier, etc., añadiendo este último que en verdid ya no existe iglesia pro- tentante, ya que el credo protestante se divide en tantas feés como sectas. Si Tiro aún, es conu) contin<jento para td racifinalismo; pues su principio fnn- iamental no es otra cosa que «el raciunal/fnio aplicjvdo á la interpreta -ion de )a Biblia», como advierto el citado E\ror. Y esto es lo que explica his simpatías del liboralisuio racionalista por el protestantismo; confirmando la célebre f<')rmnla. que dico : « del protestantismo al racionalismo absoluto no hay masque un paso. »

- 13 -

Establecida al principio la Iglesia fuera de la sociedad política, como una asociación de pros- critos y de mártires, no tardó en dominar por el número el poder de sus perseguidores, hasta peneti'ar la sociedad por sus costumbres, por sus creencias y por su culto. Entonces el Pon- tificado debió modificarse, no en su carácter y esencia, sino en su adaptación á las circunstan- cias sociales.

Sus relaciones, ya con los pueblos, ya con los príncipes, tomaron una nueva forma, y el ejercicio de su poder salió de la región priva- da de la conciencia y de la fe para llegar á las relaciones externas de la política en el orden social.

Mas, estas transformaciones no fueron repen- tinas, sino desde el momento en que la sociedad se hizo civil y políticamente cristiana: esta evo- lución se verificó bajo el Emperador Constan- tino, porque ya nadie podía existir sin la Iglesia. Entonces la misión del Pontificado comenzó á desarrollarse más libremente: como el cristia- nismo había vencido al mundo, la Iglesia no podía estar fuera de la constitución del Estado. El Papa era una potencia^ pública que goberna- ba los espíritus, y aceptada á este título por la potencia que gobernaba los cuerpos.

El Pontificado, sin embargo, no había llegado aún á tener todas las condiciones de su consti- tución definitiva, porque independientemente de este poder de primacia espiritual, que le era propio y que la sociedad civil reconocía, le es- taba reservado poseer una soberanía visible que diese á sus actos, no más eficacia y dere- cho, sino más ascendiente; y á su misión sobre la tierra, no más legitimidad, sino más libertad é independencia. Esta última modificación fué

- 14 -

una necesidad política de su soberanía espiri- tual, como confiesa el historiador racionalista Thiers, y cuya manifestación culminante cons- tituyeron las ratificaciones de Pipino y de Car- lomagno.

Nadie ignora los debates históricos y filosó- ficos á que ha dado pretexto esta nueva cons- fitución del Pontificado ; pero todos se estrellan ante la justificación suprema de que fué una consecuencia necesaria y expontánea para el ejercicio de su misión con libertad é indepen- dencia, y para salvar del caos y del despotismo á la sociedad moderna; fué la salvación de los pueblos.

Entró pues, en la plenitud del derecho políti- co, y desde ese momento pudo garantir el poder espiritual con el temporal, como en su estado normal; y por donde se explica la misión doble- mente social que iba á desempeñar en el mun- do moderno y que se continuará en el porvenir, á pesar de suspensiones transitorias, de las cuales triunfa, como ha triimfado por la cen- tésima septuagésima vez, como lo advertía en las cámaras italianas el liberal Toscanelli.

Por tanto, el Pontificado con este doble título se ha encontrado meí:clado á todos los aconteci- mientos que han transformado á la Europa^ y^ la mayor parte de las veces los ha dirigido y dominado en pro de la libertad de los pueblos y civilización de las naciones, como más ade- lante lo demostraremos.

II

La historia del Pontificado bajo este punto de vista, está llena de enseñanzas y de interés: él presenta durante un espacio de quince siglos

- 15 -

una lucha persistente de unidad, no solanciente con relación á los cismas y herejías, que hubie- sen imposibilitado la unidad moral y religiosa de la civilización, sino también con relación á las revoluciones de los imperios. La unidad para el Pontificado ha sido la condición funda- mental de la verdad y de la libertad en el mundo entero. Nada más hermoso, ni más grande, ni más trascendental que este trabajo de la Iglesia católica en la transformación, educa- ción y emancipación de los pueblos; y todos los grandes historiadores,de cualesquieracreencias que sean, no han podido dejar de proclamarlo así y de justificarlo. No faltan sin embargo, es- critores cegados por el espíritu de irreligión que, en vez de bendecii' la fuerza poderosa que había salvado á los pueblos, han maldecido esa bené- fica intervención de los Papas. Son de esos mis- terios, que solo se explican por un sectarismo aturdido, pero que no llega á alterar los vere- dictos de la filosofía de la historia.

Toda la edad media es un esfuerzo constante del Pontiticado en favor de los débiles,de los opri- midos y de los siervos. El usurpaba, se ha dicho, la autoridad de los reyes y violentaba la dignidad de las coronas. ^„Qué hemos de responder? Que no existió tal usurpación, pues ese era el derecho público reconocido y aceptado, como salvador y paternal para los pueblos. Y ¿acaso hubiese sido mejor que el Pontificado se hubiera hecho cómplice ó instrumento de las tiranías? ¿Hay mejor uso de la propia influen- cia que emplearla en favor de la libertad y dig- nidad ultrajadas?

Además, olvidando este triste problema de la ingratitud humana, sabemos por la historia cual fué el derecho estricto ejercido por el Pon-

le- tificado en esta santa y sublime raisjón de liber- tar y civilizar á los pueblos. El sabio escritor Gosselin ha publicado una obra sobre el dere- cho público de la edad media, demostrando que en la época misma en que- el Papado dio más extensión á su poder ante los soberanos, no hizo más que obedecer al impulso universal de las ideas dominantes: reyes y pueblos se some- tían con agrado al alto arbitraje del poder de la Iglesia; y el mundo cristiano debió su unidad, su salvación y su fuerza á esta feliz interven- ción.

Durante la edad media era* tal la confusión de pretensiones y luchas entre los príncipes, tanta la opresión de los pueblos por parte del despo- tismo, tan furioso el desbordamiento de las pa- siones, que todos buscaban una autoridad que los pudiese salvar del naufragio que amenazaba á la sociedad entera. Vieron esta autoridad salvadora en el trono pontificio, y todos, pue- blos y príncipes, la invocaron de manera que se creó por derecho público en la Silla de San Pe- dro un tribunal universal directivo y regulador de los destinos de las naciones.

Y en verdad, que los Papas hicieron de su poder el uso más benéfico. «Ellos solos fueron, dice M. Guizot, los que á nombre de la religión, de la moral, de ¡os derechos naturales de la hu- manidad, ó de los derechos generales de la cristiandad, intervinieron entre los Estados, en- tre los príncipes y los pueblos, entre los fuertes y débiles para recordar y recomendar la paz, el respeto de los convenios, de los deberes y de los mutuos empeños, sentando de este modo, contra las pretensiones y los desarreglos de la fuerza, los principios del derecho internacio- nal! »

- 17 -

'. Más aún; el «interés del género humano, con- fiesa Vol taire, exige que haya un freno que' con- tenga á los soberanos y ponga á cubierta la vida de los pueblos . . . Los Papas han contenido á los soberanos, protegido á los pueblos, termina- do querellas temporales con una sabia interven- ción, advertido á unos y á otros sus deberes y lanzado anatemas contra los grandes atentados que no habían podido prevenir. »

Cuando una institución merece grandes elo- gios y arranca tales apologías de sus mayores enemigos, es señal de que la grandeza de sus beneficios está por encima de toda tergiversa- ción y de toda calumnia. La vei'dad y la justicia se abrirán paso á pesar del cúmulo de preocu- paciones con que el liberalismo sectario ha pre- tendido denigrar la dignidad y bondad de la más grande de las instituciones que ha con- templado la historia.

Por eso hoy día es caso de necedad sectaria persistir en negar y desacreditar las glorias y beneficios del Pontificado.

No podemos descender ahora á historiar los conflictos y discusiones del derecho que sobre la naturaleza de ambos poderes se produjeron cuando más tarde los Estados quisieron suplir con su justicia propia la justicia internacional y soberana del Pontificado, hasta llegar ala sepa- ración más ó menos real de la Iglesia y del Estado, como una rebelión contra la benéfica influencia del Papado.

En las naciones civilizadas, esta ruptura mo- ral no podía verificarse sin dolorosos rompi- mientos. Había como un instinto que hacía

- 18 -

comprender que, retirando el Papa su interven- ción política, el Estado quedaba arbitro supre- mo de la libertad de las naciones; y aunque el poder tuviese un contrapeso en la tradición y en las leyes, cuyo pensamiento y hasta su for- ma, había inspirado el cristianismo, era eviden- te que estas leyes, reducidas á su propia fuerza y separadas del principio que las había dictado, quedaban impotentes ante la autoridad sobe- rana, libre de toda regla, y por consiguiente sancionado el despotismo del monarca, hasta llegar los soberanos á poder decir: « El Estado soy yo. »

La conciencia de este gran peligro para las naciones dio lugar á terribles resistencias en el seno de los pueblos cristianos. El Estado ven- cedor, exageró su victoria, como siempre acon- tece, y tendió á dominar á Ja Iglesia y á veces á absorberla. Asi se explican las dificultades dog- máticas entre los sooeranos. temporales y los Papas durante los dos si<<los que siguieron á la crisis fatal d^ la Reforma, que tanto aduló á los soberanos, declarándolos jefes de la religión; hasta que una nueva crisis, desarrollo de la primera, vino por medio de violencias mas terri- bles aún, á romper todo lo que había sobrevi- vido de buenas relaciones entre ambos poderes. La revolución francesa, con su arbitra lia y despótica constitución civil del Clero, fué la consumación del trabajo político que tendía á aislar el Estado del ci-istianismo, esto es, á colo- car la sociedad toda entera bajo la base des- pótica y pagana del Dios-Estado, como origen de todos los derechos bajo la sanción de la fuerza material, como última apelación y ga- rantía del derecho nacional é internacional; anomalía que reparará indudablemente el mis-

- 19 -

mo progreso de la civilización, cuyo ideal cris- tiano es: que los gobiernos son para los pueblos y no vice versa.

Al salir de' esa crisis sangrienta, la so- ciedad católica, procurando rehacerse, debió por la fuerza de las cosas refugiarse, sino en las catacumbas, al menos colocarse fuera de las leyes de la sociedad política, y por consi- guiente, la misión del Pontificado tuvo que vol- ver, sino del todo, al menos en situación seme- jante á la época de las persecuciones, esto es, á una misión puramente i'eguladora de la doc- trina, de la fe y de la moral de los pueblos, que la impiedad quisiera también arrebatarle.

Es á esta situación que en nuestros días llega el Pontificado con relación á ios Estados; y aún considerándole bajo este punto de vista, la filosofía admira todo lo que le queda de grande por realizar al dirigir los nuevos destinos del mundo cristiano y de la humanidad.

Pero es necesario notar que el Pontificado en estas transformaciones sucesivas, que las revo- luciones imprimen á la humanidad, conserva in- tacta su misión santa y benéfica de unidad so- cial y de libertad, representando el principio y la fuerza moral en las sociedades. Para darse cuenta por tantOj de la misión del Pontificado, no debe buscarse en él los caracteres del poder, que tendrían cierta analogía con los poderes creados por la mano de los hombres. Basta ver en él lo que le distingue de todos los poderes, el carácter de estabilidad y fijeza, contraste eterno con la movilidad permanente de las cosas hu- manas: esta señal bastaría^ en defecto de todas

20 -

las demás, para demostrar la naturaleza so- brehumana y divina de su misión.

Cualquiera, pues, que sea la transformación que se verifique en la sociedad moderna, el Pontificado sostiene y mantiene su misión in- mortal; y. hoy día, como en la edad media, como en tiempos de Gersón ó Bossuet, la misión del Pontificado está marcada con signos que la fe acepta y que la filosofía de la historia no puede desconocer. De donde resulta que todo lo que se ha dicho del Pontificado en diversas edades, puede repetirse siempre, y que esa autoridad augusta, hoy día, la misma, se ostenta bajo formas diferentes según los tiempos, y que su misión siempre social, siempr(í providencial, siempre católica, esto es, universal, se realiza con variedades en la acción, acomodadas y adap- tadas maravillosamente á las evoluciones que experimenta incesantemente la humanidad, co- mo un mentor divino que la acompaña perpetua- mente en su peregrinación por la tierra hacia el ideal de sus destinos.

El estudio de esta misión del Pontificado en los tiempos presentes no debe hacerse sobre puntos distintos de los que han ocupado á los filósofos é historiadores en los tiempos pasa- dos; hoy día como siempre, el que quiera dar- se cuenta de la grandeza é influencia social del Pontificado^ debe considerarle con relación á la constitución y estabilidad de la Iglesia ; con relación á la perpetuidad de la doctrina y mo- ral cristianas; al bien y orden de los Estados y á la libertad de los pueblos.

IIÍ

Desde luego, la constitución de la Iglesia no

- 21 -

se concibe, ni aíin en espíritu'y como teoría, sin la institución de una autoridad permanente y una.

Los heterodoxos, los filósofos y los utopistas disputan acerca de la naturaleza del poder en la Iglesia: ¿es una monarquía, una aristocra- cia ó una democracia? Es una institución divi- na que de todas las formas tiene lo mejor y lo más adaptado á su misión. Pero sea lo que fuere^ el Pontificado dirige y gobierna á la Igle- sia y sin él la Iglesia sería un caos, y estaría muy lejos de haber podido resistir toda clase de pruebas y presenciar^ como ha presenciado, la ruina de todas las demás.

El cristianismo no ha venido á suprimir las pasiones de los hombres, sino que, enseñando á combatirlas, las ha dejado en el fondo de la naturaleza humana y también de la sociedad; y por más esfuerzos que hace para dominarlas con su moral sublime, ellas sobreviven, siem- pre tumultuosas, á las veces desenfrenadas, y no ha sido dado á la Iglesia verse libre de sus combates, ni de su explosión, ni de sus escán- dalos. ¿En dónde encontrar, pues, una fuerza poderosa contra esos desórdenes, si una auto- ridad soberana no se ostenta con esplendor para desarmarlas y contenerlas? Sólo en la Igle- sia, que, al decir del publicista Gladden, es la única fuerza moral organi:7ada, capaz de opo- nerse á la desmoralización desenfrenada de las pasiones.

El Pontificado es el principio de unidad y unión para la Iglesia, es el germen y el baluar- te de su fuerza y de su duración ; por medio de él, la Iglesia hace presente y visible su acción sobre las almas, como hace eficaz el combate contra las pasiones humanas, y que no puede

'^"^

ser sustituida ni por la razón filosófica, ni por la cultura artística y literatura, por ningún có- digo, por ninguna administración y por ningu- na forma de gobierno, como advierte Taine.

No equivale esto á decir que la Iglesia queda absorbida en el Pontificado: la exageración á este respecto sería un peligro y un error. La Iglesia es un vasto cuerpo, la sociedad perfecta de los creyentes con su ley de existencia distin- ta de la autoridad que la gobierna, como es distinto el Estado de su Gobierno civil. Pero el Pontificado tiene en la Iglesia su función mar- cada con un signo divino, es una función de orden y de estabilidad, fuera de la cual la razón no percibiría más que escisiones y por consi- guiente, la desorganización, la decadencia y la ruina. El divino fundador no podía dejar de prevenir lo que el simple buen sentido adivina- ría como esencial y necesario para la existen- cia de la más grande de las instituciones que ha contemplado la historia.

Pero, si el Pontificado es condición de perma- nencia para la Iglesia, concurre por esto mismo á la unidad y perpetuidad de la fe y del credo religioso-moral del cristianismo. Es" necesario ceder la palabra al elocuente Bossuet, que ha llenado todas «sus obras de rasgos de admira- ción y amor por esta autoridad tutelar: «Una de las hermosas prerrogativas de la Silla Apos- tólica, dice este gran hombre, es ser la Cátedra de Pedro, la Cátedra principal, por la cual los fieles se conservan en la unidad, y como la llama San Cipriano, la Juente de la unidad sacerdotal. Esta es una de las señales ó notas de la Iglesia Católica divinamente explicada por San Optato, y nadie ignora el hermoso pasaje

- 23 -

en que demuestra la perpetuidad en la sucesión de los Papas)>.

En sus obras Bossuet expone su admiración por la misión benéfica del Pontificado; pero bajo el aspecto humano y poi- razones que la hagan plausible á la filosofía de la historia, un genio penetrante, el conde de Maistre en su obra inmortal «El Papa», ha dado esa demos- tración, agotando para tiern[>os como los nues- tros todo lo que tan magno asunto ofrecía á las investigaciones sabias é ingeniosas: ninguna razón filosófica, ni de política universal, parece haber escapado á este genio singular pa^a jus- tijjreciar ia misión augusta del Pontificado en el mundo.

Óigase al menos este pasaje: « Ensayad, di- ce, dividir el mundo cristiano en Patriarcas, como lo quieren las Iglesias cismáticas de Oriente. Cada Patriarca en esta suposición tendrá los privilegios de Papa, y no se podrá apelar de sus decisiones/ porque es necesario que exista un tribunal supremo. La soberanía espiritual quedará entonces dividida y sería ne- cesario cambiar el símbolo y decir: Creo en las Iglesia.^ separadas é independientes: en vez dé: Creo e?i la Iglesia unicersal » (1)

« A esta idea monstruosa y esencialmente anti- cristiana se verían los pueblos arrastrados por la fuerza; pero muy pronto se verá perfecciona- da aun mas por los príncipes temporales, quie- nes preocupándose bien poco de esta vana divi-

(l) Esto sucede también con el protestantismo, que solo podrá do' ir creo en la Iglesia metodista, luterana, calvinista ó evangélico, segiin \a secta á que pertenece; pero no decir: Creo en la Iglesia de Jesucristo; y ni siquiera Creo en la Jglf.sia protestante, porque el protestantismo no es una Iglesia ó Confe- sión religiosa, sino un conjunto de sectas, según la interpretación arbitraria que cada cual hace de la Biblia. Eso no puede ser la Iglesia de Jesucristo, ni representar el cristianismo, que debe ser uno y tínico, como la verdad. Lo qu« varía es el error, porque es múltiple.

-24-

sión patriarcal, establecerán la independencia de la iglesia particular ó nacional y hasta se desentenderán del mismo patriarca, como ha sucedido en Rusia.

La soberanía religiosa, pasando al principio del Papa á los Patriarcas, pasará en seguida de estos á los sinodos, y todo acabará por la su- premacía inglesa y el protestantismo puro: es- tado inevitable, y que no puede ser sino más ó menos retardado do quiera que el Papa no rei- na.» Esto es, no exisiiria la verdadera iglesia fundada por Jesucristo sobre el Patriarcado su- premo de Pedro y sus legítimos sucesores. Por tanto, la perpetuidad de la creencia tiende á la perpetuidad de la autoridad, y la misión del Pontificado es una misión visible de conserva- ción, no solo para la existencia de la Iglesia de Jesucristo, sino también para la unidad de la fe y del dogma, carácter de verdadero cristia- nismo. Una religión universal : una humanidad, una fe, un credo, siempre y en toda^ partes idéntico.

El Pontificado tiene una misión de otra natu- raleza: su acción con relación á los Estados. Aun considerando al Pontificado en esa sepa- ración sistemática de la Iglesia y del Estado» es verdad que, por esta misma separación, debe adquirir y tener sobre las almas un ascendiente colosal y desconocido.

El Pontificado, pala_bra y magisterio viviente del cristianismo, es la única potencia que tenga el derecho y la misión de gobernar y dirigir moralmente el mundo: otras palabras y magis- terios agitarán las pasiones humanas; y este

- 25 -

pobre y triste papel dispensará de genio y aún de fuerza: es fácil alliagar las pasiones. Pero ¿en dónde se encontrará el imperio de los espí- ritus? Los poderes políticos no pueden alcan- zarlo, ni fundarlo. Separados de la íe cristiana, no les queda más que una fuerza de coacción, derivada de lo que se llama la ley ; ley que á su vez deriva de un conjunto de voluntades que un accidente ó un capricho puede cambiar cada día. Ninguna potencia moral que penetre y dig- niñque las conciencias puede sobrevivir, sino es el poder moral y religioso del Papa, sobera- no del mundu moral y religioso, que habla en nombre del cielo y tiene derecho de penetrar por la palabra hasta en los senos más íntimos *de la conciencia: todo lo que ligares en la tie- rra será atado en el cielo, que es la garantía divina de su poder espiritual.

Y en esta situación completamente nueva ¿quién nové que el. Pontificado, aunque se le mantenga aislado y en prisión, y con la simple autoridad del Pontífice, despojada de soberanía política, conserva una misión inmensa en el mun- do, la de hablar á los t)ueblos, al alma y al cora- zón de los pueblos^ esto es, de hablarles de sus deberes y derechos públicos y privados? Y ¿qué misión es esta, sino una misión protectora de la sociedad y del orden de los Estados? Mirad lo que sucede con esas gentes á quienes se les han quitado las creencias con una educación laica: quieren hacer saltar la sociedad y los gobiernos con la ditiamita y melinita, y los go- biernos no tienen otro remedio que fusilarlos, después de haber tolerado y autorizado sus doctrinas disolventes y anárquicas.

¿Porqué se oyen, sin embargo, algunos la- mentos é imprecaciones acerca de la interven-

- 26 -

ción del Pontificado en la política de los pue- blos? Esto es natural en la impiedad: pero también los Estados tienen miedo á ese poder moderador, pues preferirían una política sin las limitaciones de la moral y de la religión, garan- tía de la conciencia y de los derechos indivi- dúalas.

Siempre será verdad que el Pontificado con- servará su misión política en los tiempos pre- sentes, como en los pasados y en el porvenir. El arbitraje de los Papas no puede tener ya el carácter que tenía en la edad media, porque las nacionalidades, que ellos constituyeron, han salido de la infancia; pero aunque no decide sobre el imperio, decide en las conciencias^ y por esta razón es benéfico para el orden. ^

Si el orden, en efecto, no reposa en las con- ciencias, es precario y movedizo; para ser esta- ble es necesario que derive de principios supe- riores á la fuerza artificial de las leyes. ¿Qué sería de la sociedad si el cristianismo le i'etu'-ase los elementos constitutivos que le ha inoculado? Y puesto que el Pontificado es la autoridad exte- rior del cí'istianismo, es evidente que su mi- sión es conservadora del orden, cualesquiera que sean, por otra parte, las transfoi-maciones de la política. ^

IV

En fin, por una razón semejante, el Pontifica- do es el guardián de la libertad de los pueblos. La historia demuestra esta gran misión y ios tiempos presentes no darán un desmentido á la tradición de los siglos. En la multiplicidad de situaciones porque ha atravesado la Iglesia desde las Catacumbas hasta los Concordatos,

27

el Pontificado no ha hecho otra cosa que invo- car ó proclamar la libertad. De Maistre lo ha dicho en términos brillantes: «Desde el momen- to en que las nuevas soberanías comenzaron á establecerse, la Iglesia por boca de los Papas, no cesó de hacer oir á los pueblos estas palabras de Dios en la Escritura: «Es por mi que los reyes reinan.» Y á los reyes: «No juzguéis mal á fin de que no seáis juzgados ; )> para esta- blecer á la vez el origen diaino de la soberanía y el derecho divino de los pueblos.

Así la Iglesia testificaba que el amor y defen- sa de la libertad le es esencial, y es por este impulso natural que ella ha salvado á los pue- blos. Después, cuando su constitución parecía confusamente mezclada con la constitución po- lítica de los Estados, tuvo cuidado de reservar este derecho de libertad, en lo que tiene de más íntimo, conciencia; y su propia defensa fué también la defensa déla humanidad, como ad- vierte Mr. Guizot.

Esta situación merece ser recordada hoy día porque es necesaria al mundo moderno. Es la palabra de Fenelón laque nos da tan hermoso recuerdo:

«Cuando se trata del óráen civil y político. . . la Iglesia no quiere sino obedecer; ella cons- tantemente el ejemplo de sumisión y de celo por la autoridad legítima, y derramaría toda su sangre por sostenerla, ni los gobiernos tie- nen apoyo más seguro que su fidelidad. Pero, antes que sufrir el yugo de los poderes del si- glo y de perder la libertad evangélica, i*enuncia más bien á todos los bienes temporales, como lo hizo el Papa Pascual II.

Cuando se trata del ministerio espiritual dado á la Iglesia por su divino fundador, la Iglesia

- 28 -

lo ejerce con entera independencia devlos hom- bres. . . No solamente los gobiernos no pueden nada contra la Iglesia; pero ni siquiera en su favor pueden algo, en cuanto á lo espiritual, sino obedecerla. . . El protector de la libertad no debe menoscabarla